Acabamos de celebrar en Castellón de la Plana las fiestas de la fundación de la ciudad: les Festes de la Magdalena. De manera sorprendente las gentes llenan las calles. Familias enteras, con niños y ancianos pasean y participan de desfiles, espectáculos pirotécnicos, actuaciones musicales y disfrutan juntos de la diversidad gastronómica. La comida se transforma en encuentro y alegría compartida. Imagen y sonido, al unísono llevan a los castellonenses de toda la provincia a festejar la vida, aparcar unos días las muchas dificultades y gozar espontáneamente momentos realmente únicos.
Una de estas noches, cenando con amigos, Mar pequeña de la casa, reclinándose sobre mí hombro me preguntaba: ¿Tú crees en la Iglesia? Me sorprendió a mí y a todos los presentes. La niña crece entre creyentes y no creyentes. Respetada, profundamente amada y, despierta como es, sabe que soy cura, amigo de la familia y poco convencional. Seguramente ahora no sabe muy bien si ella misma cree o no cree, posiblemente de adolescente se distanciará más (por lo mucho que la Iglesia y la sociedad hacen para que los jóvenes se alejen de la trascendencia; y por lo mucho que se deja de hacer para abandonar el adoctrinamiento moralizante empeñado en decir a los demás lo que está bien y lo que está mal, quién es bueno y quien no lo es). También por el afán de la institución que, siendo únicamente instrumento al servicio de la fe, insiste en su pretensión de ser poseedora y guardiana de la única verdad sobre Dios, que por definición y pura lógica pertenece a todos. O no pertenece a nadie.
Esta anécdota familiar me trasladó a una vieja conversación con un compañero sacerdote en la que, sin tanta espontaneidad y menos inocentemente, nos reprochábamos mutuamente: uno afirmando del otro -lo que pasa contigo es que tú no crees en la Iglesia; el otro replicando al primero -lo que ocurre es que tú crees más en Iglesia que en el Evangelio. Lo curioso fue comprobar que ambos nos sentimos “alagados” con lo que a priori y pretendidamente buscaba ser una descalificación. Hoy el compañero sacerdote descansa finalmente en la otra orilla de la existencia, en esa “otra parte” de todos los lugares donde descansan también las dos abuelitas de Mar, y tantas otras personas que habitaron esta tierra, nos trajeron a ella y nos regalaron lo mejor de sí mismas.
Ambas anécdotas me llevan, en este tiempo de sinodalidad, a imaginar lo hermoso que puede llegar a ser escuchar al otro, con el afecto, libres de prejuicios y dispuestos a dialogar, sin condiciones ni imposiciones; y el bien que nos puede hacer, en la Iglesia, en la familia y en la sociedad “volver a ser como niños” o “volver a nacer” como insinuaba Jesús al viejo Nicodemo para llevarle a descubrir la misericordia de Dios que brota espontánea cuando nos liberamos de la ley y de nuestras seguridades. Escuchar siempre es bueno. Antes o después te hace mejor persona y te conduce, suavemente, hacia la verdad que todos buscamos, que no es ni mía, ni tuya, sino de todos. Que no se declina nunca en singular, por que es plural, abierta y siempre nueva.
La pequeña Mar, con su pregunta, me llevó a indagar una respuesta vivencial, interior, espiritual. La improvisada pregunta no esperaba razones, ni pruebas, andaba más interesada en mis afectos y mis emociones, le interesaba más mi afecto y mi respecto a algo que ella desconocía. La mente y el corazón de una niña que crece feliz abierta a la vida, sin prisas, observando y preguntando me llevó de la mano a la invitación, que el mismo Jesús propone a quienes, ya adultos nos apartamos del Reino: “si no os hacéis como niños” no entenderéis nada (Mateo 18, 3-4). Y así sucede efectivamente cuando pretendemos, como “sabios y entendidos” (Mateo 11, 25-27), imponer a los demás nuestras doctrinas, tradiciones e instituciones.
Los niños, los jóvenes, las generaciones emergentes y diversas de las nuevas sociedades globales, necesitan una espiritualidad que “no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad», como acertadamente advierte M. Corbí (Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses. Barcelona, 2007). Hoy más que nunca el mundo necesita espiritualidades integradoras, y experiencias de fe sin “lugares reservados” ni zonas “vips”.
Sí, Mar, creo en la Iglesia. La que maneja fórmulas y certezas sin dejarme atrapar por ellas. La Iglesia que busca, honestamente, como renunciar a condenar y excluir, sea por la razón que sea. La Iglesia que se sienta a la mesa a compartir la vida y la fiesta, sin mirar con quién, porque desea hacerlo con todos y con todas. Creo en la Iglesia que no busca los puestos de honor sino servir (como los jóvenes “camareros en la Magdalena”, que trabajan unas horas para pagarse los estudios y apoyar a sus padres (aunque tengan que renunciar a la diversión de unos días y aceptar los sueldos abusivos que, curiosamente, se multiplican en las fiestas). Siempre hay adultos dispuestos a extorsionar o enriquecerse corruptamente: pasó con las mascarillas en la pandemia, pasa con las guerras y el hambre). Creo en la Iglesia que se asemeja más a los niños y a estos jóvenes camareros que sirven generosamente en días de fiesta. Creo en la Iglesia en la que abundan los voluntarios, creyentes y no creyentes para aliviar las fatigas y contribuir a que un día todo el mundo pueda vivir y celebrar la vida, en cada rincón de este planeta.
A ti, viejo compañero, ahora que descansas en el lugar “donde todo es posible”, me permito seguir dialogando contigo: a las personas, los pueblos y sociedades en general, mientras merodeamos por esta tierra, nos gusta tenerlo todo registrado, controlado. Eso mismo nos sucede también a los sacerdotes y a la misma Iglesia, afortunadamente estamos hechos todos del mismo barro. Hoy considero que practicar más la amistad sacerdotal y la empatía contribuye mejor a que la Iglesia y el Evangelio, en su esencialidad universal, vaya siendo la comunidad de hermanos que debe ser, porque nuestro amor mutuo “será el distintivo por el que todo el mundo os reconocerá como discípulos míos” (Juan 13, 34-35). El recuerdo de aquella y otras conversaciones me ponen en guardia hoy, no contra nadie, sino para tratar de descubrir los valores y capacidades de todos, en lugar de poner el acento en las limitaciones y los errores de los demás. No es fácil, ni todos hoy están dispuesto a ello: solo hay que ver algunas manifestaciones de sacerdotes que desde ideologías ultra-conservadoras insultan, tratan de deslegitimar y hasta desean la muerte de este bendito Papa Francisco que no para de invitarnos a todos, dentro y fuera de la Iglesia al dialogo y el entendimiento. No es fácil, yo mismo no me imagino sentado a la mesa escuchando y dialogando con estos sacerdotes (ni con los obispos que les amamantaron en sus seminarios), pacíficamente y sin perder la compostura. Precisamente esta y otras muchas dificultades han de servirnos hoy para mantener firme la voluntad de dialogo y la comunión profunda, entre nosotros, con los laicos y con la sociedad en su conjunto.
Por todo ello, finalmente, me gustaría utilizar ambas anécdotas personales (hechos de vida) que he mencionado, para reivindicar la tolerancia:
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La búsqueda de seguridades nos pone en guardia frente al que piensa, vive, ama o cree en Dios de manera diferente y lo que es más grave, nos mantiene en pie protegiendo nuestros privilegios y ambiciones con una insensibilidad vergonzante frente a las desigualdades y la opresión.
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La polarización y la confrontación partidista destroza la convivencia, ensucia nuestros discursos y puede llegar a ser absolutamente paralizante.
Ocurre lamentablemente, todos los días entre políticos de primera línea. Por fortuna no son así los militantes de a pie y muchos servidores de la cosa pública.
En la Iglesia y fuera de ella. En la política y en cualquier otra dimensión de las relaciones personales y comunitarias necesitamos ser todos más escuchantes, dialogantes y tolerantes. Sé que algunos descalifican directamente el mismo concepto de tolerancia. La asemejan al buenismo, la condescendencia, la rendición o el relativismo… todas descalificaciones fuertes, que asuntan. Pero a pesar de ello me atrevo a reivindicarla, como actitud, para la Iglesia y para la sociedad. Si molesta la palabra, ¡pues la cambiamos! o la diversificamos con creatividad. Importa más su contenido: respeto y valoración de cada persona, de cada pueblo, de cada cultura y creencia… porque, volviendo al título de este artículo, importa vivir y celebrarlo también. Importa no amargar la vida a nadie y defender la alegría. Hacerlo juntos, importa más.
jose maria marin sevilla
sacerdote y teólogo
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