El volcán de Cumbre Vieja en la isla de La Palma pone en evidencia que el planeta que nos acoge, no es definitivo ni inmune a la fragilidad. Todo en él existe en constante transformación. Todo él es transitorio. Y, en ocasiones como esta, se vuelve agresivo y destructor hiriéndonos profundamente.
Cada amenaza de la naturaleza nos ofrece una oportunidad para comprender que la vulnerabilidad no es puntual, ni es tampoco cosa de unos pocos. La humanidad transita en un planeta vulnerable, cada ser humano vive sus días mundo habitando un cuerpo frágil, gestionado por una vida interior, también, proclive a ser profundamente agredida. Nos creemos autosuficientes cuando contemplamos el sufrimiento ajeno y lejano. Nos sorprendemos siempre, cuando llama a nuestra puerta. La columna de fuego de estos días no es más que una manifestación de lo que somos: la naturaleza y las personas, en su dimensión biológica y en lo más profundo de su ser, son intrínsecamente ecodependientes y vulnerables, más de lo que a veces pensamos.
El despertar de volcán de Cumbre Vieja, como ha ocurrido con la pandemia del coronavirus, cuestiona una vez más, el quimérico sueño de autosuficiencia en el que vivimos. Pensamos y actuamos como dueños del Planeta, nos consideramos capaces de todo, pero la realidad es bien distinta: frente al volcán solo podemos alejarnos de él, para evitar daños mayores, esperar a que cese su actividad destructiva y comenzar de nuevo a caminar, sanar las heridas y asumir las pérdidas.
Hay personas que salen de una enfermedad, de un fracaso sentimental, o de una crisis de identidad…, profundamente heridas. Hay personas que precisamente esa herida les va proporcionando el tiempo y el espacio necesarios para la reflexión, el discernimiento y el cambio profundo en la orientación de sus vidas. De forma similar, la humanidad en su conjunto puede aprovechar las amenazas de la naturaleza para detenerse a mediar sobre el rumbo y la dirección hacia la que dirige sus pasos en su relación con el planeta, como en las relaciones entre los pueblos y las personas.
Los fenómenos naturales que hieren y destruyen: tanto nuestros conocimientos científicos sobre ellos, como la ignorancia que de los mismos tenemos también, (especialmente cuando se vuelven amenazantes y devastadores), nos brindan la oportunidad (a pesar del dolor y el sufrimiento que provocan), de meditar en lo que somos y en el sentido profundo de la vida humana. La realidad es que no poseemos nada definitivamente. Todo, sin excepción alguna, puede desaparecer de nuestras vidas de la noche a la mañana.
Orgullo, prepotencia y superficialidad son algunos de los grandes enemigos a los que podemos vencer contemplando serena y pacíficamente la fragilidad, global y universal, en la que trascurre nuestra existencia personal y colectiva en este el único hábitat natural del que disponemos, al menos de momento. La devastación de la lava de estos días, no es más que otra evidencia de la vulnerabilidad en la que se desarrolla la existencia toda.
Más allá de la solidaridad que despiertan las catástrofes naturales de manera espontánea y generosa en un primer momento; no deberíamos olvidar tan fácilmente los daños que perduran y las cicatrices más difíciles de curar. Acompañar y reconstruir ha de ser tarea de todos, sin dejar a las víctimas con “su problema”, como estamos acostumbrados a hacer cuando desaparecen los focos y pasan los meses.
Abrazados a la naturaleza
No podemos existir sino abrazados a la naturaleza, ni podemos encontrar la felicidad fuera de ella porque, parafraseando el conocido texto (Hechos 17,28), en ella vivimos, nos movemos y existimos.
La casa común en la que habitamos todos los seres vivos, el planeta Tierra, o planeta Agua, o planeta fuego… que cantan los poetas, existe en constante dinamismo evolutivo que genera la vida, la acoge y la sostiene. Ese mismo dinamismo es una de las fuentes más importantes de sufrimiento y muerte. Fertilidad y destrucción, lágrimas y ternura, belleza y amargura andan siembre juntas. Porque así es la vida en el universo que conocemos. Porque no puede, ni será de otra manera. Es tiempo de desmentir al poeta:
“¿Cómo vive esa rosa que has prendido junto a tu corazón?
Nunca hasta ahora contemplé, en la tierra, sobre el volcán la flor”. (Rima XXII, Gustavo Adolfo Bécquer).
Flor y fuego comparten la existencia, ignorar la una sería perder la felicidad aferrarse al otro, sería como anticipar la muerte. El fuego que fertiliza la tierra es el mismo fuego que puede matar. Dulce y amarga es nuestra tierra, y nuestra existencia toda. Somos tan pequeños y estamos tan solos, en la magnitud del universo que impresiona nuestra inmensidad.
Cada una de las islas del Archipiélago Canario tiene su origen en la acción constructiva de episodios volcánicos. La lava surgió del océano en tiempos lejanos con fuerza, (creativa y devastadora) originando finalmente esta hermosa tierra en la que viven hoy (con orgullo y temor) sus más de 2 millones de habitantes. Los Jameos del Agua (en el norte de Lanzarote) están situados en el interior de uno de los mayores tubos volcánicos del planeta. Pocos espacios podrán igualar la belleza de la bóveda translúcida que proyecta la luz en las aguas cristalinas del lago. En el interior del Jameo Grande ha sido construido un espectacular auditorio (obra de César Manrique Cabrera,1919-1992) que sorprende por su mimetismo con el entorno natural. Y que traemos aquí como ejemplo simbólico de lo que significa aprender a vivir abrazados a la naturaleza dispuestos a dejarse fundir, serena y pacíficamente, en ella.
Volcanes, terremotos, inundaciones, huracanes, incendios… son fenómenos tan naturales como inevitables. Todos ellos forman parte esencial del ecosistema en el que habitamos y del que formamos parte también los seres humanos. Cada segundo, una persona tiene que huir por culpa de un desastre natural, 22,5 millones de personas viven desplazadas a causa de las condiciones climáticas. Lo realmente inhumano y decepcionante proviene, generalmente, de la irracionalidad en la destrucción del medio ambiente que provocan nuestros excesos. La acción irresponsable y depredadora de la “especie humana” sobre la naturaleza, pone en peligro la vida de millones de personas y del planeta entero (entre las amenazas más graves que está generando la destrucción del medio ambiente están la contaminación del agua, el aumento de las tormentas costeras y la inseguridad alimenticia). Nuestra irracionalidad es tan absurda que olvidamos a menudo que nosotros mismos somos aire, fuego, tierra y agua. Ya advertía de esto Pablo VI en su discurso ante la FAO en 1971: “los progresos científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados por un auténtico progreso social y moral, se vuelven en definitiva contra el hombre”. Cincuenta años después, la insaciable necesidad de extraer, transformar, usar y tirar los recursos naturales se ha convertido en una auténtica locura. Somos incapaces de medir las consecuencias, no existen decisiones políticas firmes y honestas que traten de frenar esta devastación. Hemos perdido el respeto a la naturaleza, al sufrimiento de las personas y a nosotros mismos. Quizá lo peor sea que ni siquiera nos importa.
No obstante, veamos ahora algunos caminos para la esperanza. Desafíos a los que podemos hacer frente, con decisión y perseverancia.
Hay margen para la esperanza
Estamos a tiempo. La humanidad siempre tendrá la oportunidad de discernir y elegir el camino que quiere recorrer y los pasos que puede dar hasta alcanzar el horizonte de vida plena que desea y anhela. La decisión está en nuestras manos.
En estos momentos de desolación, donde solo cabe alejarse para protegerse del fuego, es necesario también abrir una puerta a la esperanza. Una puerta por la que salir, cuando se vaya retirando el fuego devastador, para continuar el camino hacia un horizonte nuevo, en el que vuelva la vida y la ilusión. Una puerta que no será otra que el reconocimiento profundo y sereno de la fragilidad universal, dispuestos a aprender juntos cómo gestionar las pérdidas y recuperar las fuerzas para “ponernos en pie” de nuevo.
Juntos es la clave. En lo bueno y en lo malo, para reír o llorar, para crecer o morir (en lo uno y en lo otro), nos jugamos salir como sabios aprendices de humanidad o como ridículos necios que no supieron vivir. Cultivar la proximidad y el cuidado de los que más sufren es la primera meta a conquistar.
En el recorrido hay otra meta, desafiante y seductora, que conquistar: acoger y cultivar la vida toda y la vida de todos. Para conquistarla necesitamos de la ética de la responsabilidad y el compromiso personal (en lo social, lo político y lo económico). Paso a paso hemos de recorrer el camino -tan necesario como inevitable- de priorizar las necesidades y el bien común (por encima de intereses particulares, del bienestar y el progreso de las minorías) si deseamos honestamente conseguir algún día un mundo más sano y saludable (física y espiritualmente). Camino que hemos de recorrer contando siempre con la vulnerabilidad existencial del planeta que nos acoge, del cuerpo en el que habitamos y la interioridad que nos mueve.
Continuar consumiendo el Planeta como si de una hamburguesa se tratase o poner a dieta nuestros excesos (decrecer) parece ser la disyuntiva. Podemos formularlo también en positivo: crecer juntos, al ritmo de los más lentos, sin agredir a la naturaleza.
Nada puede evitarnos tener que enfrentarnos a una cuestión fundamental: seguimos el camino ciego y despiadado que pone en riesgo al Planeta y la paz o por el contrario abrimos los ojos y el corazón a la realidad. ¿Hasta cuándo aguantarán, la naturaleza y los empobrecidos el frenético del sistema económico actual que destruye el planeta y excluye a millones de seres humanos? ¿Seguimos caminando hacia la oscuridad y la muerte o nos decidimos finalmente por introducir ¡ya! un sistema de producción más acorde con la dignidad y la felicidad de todos y más respetuoso con el medio ambiente y los recursos naturales? No podemos ignorar, que, no tomar ninguna decisión es mantener el camino fácil del hedonismo y la indiferencia que nos hace a todos responsables.
No siempre es posible controlar la naturaleza, como tampoco siempre podremos evitar las heridas, ni el sufrimiento… pero siempre tendremos la oportunidad de echar mano de nuestra capacidad de decidir cómo enfrentarnos a ellas, como integrarlas. A los creyentes nos anima la decidida y permanente preocupación que sobre este tema manifiesta el Papa actual: “Hago una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos construyendo el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos” (Laudato sí, 14).
Abrazarse a la vida (natural y física) en la que existimos, significa también no dejarse atrapar por la resignación y la tristeza. En esto están, y estamos todos los isleños de la Palma y todos los Canarios. Y con ellos queremos también estar nosotros, convencidos de que no solo la luz es vida, también la oscuridad lo es. Y, en ambas, está Dios, porque en su misterio de amor existimos todos los seres vivos que transitan (sólo por algún tiempo) sobre el planeta Tierra.
jose maria marin sevilla
sacerdote y teólogo
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