Las imágenes del Papa Francisco en silla de ruedas han dado la vuelta al mundo y mucho que hablar. El mismo Francisco está tratando de asumir esa falta de movilidad. Y se tendrá que ir acostumbrando hasta conseguir convivir pacíficamente con la fragilidad corporal que le espera y con la dependencia que, con toda probabilidad irá a más, como es natural. La fragilidad es esencial a toda la existencia y más a la de todos los seres vivos cuando van pasando los años.
Sus primeras palabras sobre la silla de ruedas que se ha visto obligado a utilizar para desplazarse, no están siendo muy afortunadas, es comprensible. Pero, es mucho lo que se espera de él, también y especialmente en esta dimensión personal. No sirve la espontaneidad, ni el recurso a lo de siempre en una Iglesia que ha crecido entre el dolorismo y el paternalismo, sin escuchar a las personas afectadas, atendiéndolas pastoralmente casi exclusivamente administrándoles sacramentos y llevándoles de peregrinación a santuarios presuntamente milagrosos. Afortunadamente el Sínodo está cambiado las cosas, se ha consultado a las personas con discapacidad, sus asociaciones y Movimientos eclesiales han participado… con él se está abriendo un horizonte de normalización muy interesante.
Al Papa le toca ahora compartir la experiencia de millones de personas, creyentes y no creyentes, de todos los continentes. Personas que hacen frente a sus limitaciones, al dolor y la dependencia, potenciando sus posibilidades y aprendiendo cada día a convivir pacíficamente con la fragilidad corporal, sorteando las barreras arquitectónicas y sanando las heridas del alma provocadas por la indiferencia y la falta de sensibilidad de las instituciones.
«Esta vez debo obedecer al médico… os saludaré aquí, sentado. Es una humillación, pero la ofrezco por vuestro país”. (30 de abril, audiencia con peregrinos eslovacos).
No parece muy oportuno considerar la discapacidad como una “humillación”, ni tampoco como “sacrifico que ofrecer” por alguien o por algo. Es cierto que ambas son expresiones muy extendidas y ampliamente repetidas en el ámbito clerical y el laicado en general, pero hoy molestan a muchos y contradicen algunas evidencias. Así, con movilidad reducida, el Papa con su testimonio personal de fragilidad, está más capacitado si cabe, para jugar un papel fundamental; y lo estará más si acierta y sintoniza con el leguaje y la sensibilidad del ámbito de la discapacidad, dentro y fuera de la Iglesia.
La naturaleza y la enfermedad no humillan, son lo que son: limitaciones propias de la existencia humana. Humillan las personas y las instituciones. Aceptar la existencia tangible, asumir las discapacidades y la enfermedad como consecuencias inevitables de la finitud del ser humano y de la creación entera es un desafío personal y colectivo que abre la puerta a enormes posibilidades para hacernos más personas y más humanos.
Tampoco estas palabras de Francisco parecen las más afortunadas si las relacionamos con Dios. El Padre Misericordioso, que tanto ha visibilizado el Papa en numerosas ocasiones, no parece muy acorde con un Dios que necesita sacrificios y ofrendas. El dolor y la enfermedad son amenazas que hay que tratar de evitar y contra las que debemos luchar con todos nuestros recursos técnicos y espirituales, cuando se producen en cualquier ser humano, hijo de Dios y hermano nuestro. No son desgracias ni castigos que llegan de una divinidad ofendida e insensible. No son, tampoco, una prueba o gracia especial que Dios utiliza con los que ama. Estas expresiones y este lenguaje espiritual se ha repetido hasta la saciedad, es hora de abandonarlo y buscar nuevas interpretaciones más acordes con la cultura, la teología y la espiritualidad del siglo XXI.
Tampoco Francisco puede, en ningún modo sentirse humillado por usar una silla de ruedas para trasladarse. Es, por el contrario, una persona con discapacidad privilegiada. Millones de hermanos suyos, con limitaciones físicas mucho más importantes, no disponen de los recursos sanitarios y las ayudas técnicas que necesitan. Miles las personas, con una importante discapacidad, no dispondrán nunca de una silla de ruedas, ni de asistentes personales que les atiendan cada instante y en cada necesidad, ni dispondrán de hospitales, ni de asistencia médica. Francisco tendrá la oportunidad de comprobarlo si finalmente puede viajar a la República Democrática del Congo.
Los verdaderamente humillados son los seres humanos a los que se violenta con nuestras injusticias y desigualdades. Miles de jóvenes mutilados, heridos o asesinados en todas las guerras y en todas las vallas con concertinas sienten profundamente humillada su dignidad. Como lo sienten también los sin tierra, sin pan, sin techo, sin trabajo, obligados a vivir en las periferias físicas y existenciales que inundan este Planeta.
Por eso son tan importantes las palabras del Papa, una inmovilidad física, atendida con todos los recursos de los que disponen los países enriquecidos, no puede humillar a nadie; y mucho menos a quienes estamos llamados a reconocer en todo y en cada circunstancia el amor que Dios nos tiene, por encima de cualquier otra circunstancia.
Tampoco tiene ningún sentido hablar de la sucesión, al menos por esta causa. No está tan lejos la enfermedad de Juan Pablo II, un Alzheimer galopante que afectaba a todas luces su capacidad de gobierno universal de la Iglesia y le incapacitaba para la comunicación. Entonces, los que le acompañaban lejos de aceptar la gravedad de la enfermedad del pontífice conservador trataron de ocultar su gravedad durante más de 20 años. La falta de movilidad de Francisco nada tiene que ver con una incapacidad para el ejercicio de su ministerio y su servicio universal a la comunidad eclesial.
Más bien todo lo contrario: “donde no pensamos nos viene el provecho” (Teresa de Ávila). Es de agradecer que se le pueda ver con normalidad cojeando, con bastón o en silla de ruedas. Lo que necesita para dirigir la Iglesia y llevar a cabo las reformas que tanto necesita, es un corazón sensible ante las necesidades y el sufrimiento de los pobres (como parece que tiene) y una mente sana y lúcida. Necesita fortaleza, gente noble y fiel a su lado que no permita que nadie tome decisiones por él o a sus espaldas. El secretismo y la ocultación de la fragilidad no hacen otra cosa que agravar el problema.
“Toma tu camilla y anda”
Vivir en fragilidad sus últimos años de pontífice quizá sea una bendición para el propio Francisco, para toda la Iglesia y para la humanidad entera. Lo que fue realmente una desgracia y una auténtica “humillación” para todos, dentro y fuera de la Iglesia, fue la “otra silla” (la Sedia Gestatoria, una especie de trono suntuoso y portátil para llevar en hombros al Papa en ceremonias pontificias). Aquella “silla”, que utilizaron los Papas demasiado tiempo y los presentaba ante el mundo como lo que nunca debieron ser (cónsules, jefes todopoderosos) sí era humillante.
Cuesta entender como pudimos llegar tan lejos como testigos del joven campesino de Nazaret al que todos vieron “abajarse” hasta el extremo de ocupar el lugar de los esclavos, lavando uno a uno los pies de sus discípulos. De nada sirvió tampoco la dura advertencia que sobre la vanidad y el poder les dejó como testamento: “…no será así entre vosotros, el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 20, 26-27; Marcos 10,43-44).
Aquella otra “silla” ha sido sustituida por la silla de ruedas: un artilugio perfecto para paliar la limitación de movilidad y permitir a Francisco seguir activo, ejerciendo su ministerio. Trasladarse en silla de ruedas no es ninguna desgracia, ni para el Papa ni para la Iglesia, quizá sea, efectivamente, una verdadera bendición. La imagen de Iglesia que surgirá de esta experiencia será mejor, y más hermosa, que aquella otra excesiva y prepotente. Esta fragilidad del pontífice nos ayudará a gestionar la discapacidad únicamente como una circunstancia y valorar a las personas en su dignidad inalienable.
Aprender a convivir pacíficamente con la fragilidad corporal quizá sea la forma más sana y saludable forma de vivir. De la enfermedad decía Ignacio de Loyola que salió “hecho medio doctor”. Son millones de personas con discapacidad, creyentes y no creyentes, que lo testifican: viven en pie y con dignidad cada día de su vida, convirtiendo en oportunidades las amenazas y los miedos que provoca la enfermedad y la discapacidad. “Cargar con la silla de ruedas” probablemente obliga a caminar más despacio, al ritmo de los más lentos, pero al mismo tiempo, permitirá aprender juntos a gozar y compartir cada tramo del camino de la vida, ofreciendo en cada circunstancia de nuestra existencia, personal y colectiva, lo mejor de nosotros mismos.
jose maria marin sevilla
sacerdote y teólogo
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