Los evangelios nos cuentan en diversos relatos, varias versiones de la Última Semana de la vida de Jesús de Nazaret. Sabemos que se escribieron después de la experiencia Pascual. La fe en la Resurrección transformó completamente la vida de los seguidores de Jesús (hombres y mujeres, sin duda alguna). Sabemos que sus autores los escribieron para que “otros” (nosotros) podamos creer, como ellos, en la victoria de Jesús sobre la muerte. Sin esta fe no se hubiera escrito ni una sola página de la vida de Jesús. El joven campesino de Nazaret, pobre y sin apellido hubiera pasado a la historia como centenares de jóvenes de su generación, maltratados y humillados como él, por un imperio opresor y unos dirigentes políticos y religiosos traidores a su pueblo y corruptos en vergonzante sumisión a los representantes del César. Nada de él sabríamos hoy sin este acontecimiento decisivo.
Los textos conocidos como relatos de “las apariciones del resucitado” son relatos fundamentalmente teológicos, “parabólicos” y simbólicos. Así debemos acogerlos, leerlos e interpretarlos, no como páginas de un libro de historia, sino como testimonios de la fe profunda y peligrosamente firme de los discípulos. Testimonio de una adhesión libre a la vida y el evangelio del crucificado, que “venció” el odio y la violencia (perdonando a sus agresores) y “surgió victorioso de la misma muerte” transformando decisivamente las vidas de quienes creyeron en Él, con una capacidad de amor, que antes no supieron ver.
La resurrección les convirtió a todos ellos (hombres y mujeres) en testigos comprometidos con la liberación de los pobres a semejanza suya, dispuestos, ahora sí, a entregar la propia vida (como así ocurrió) por su causa: el reinado de Dios. Un reinado que nada tiene de tronos, dominaciones, potestades, querubines y trompetas en las nubes…, sino con la libertad y con el honesto deseo de amar, “como él les había amado”, “hasta el extremo” de morir amando.
La vida y la muerte de Jesús nada tienen que ver con la sumisión, ni a la voluntad de Dios, ni a la de los hombres. Tiene, y mucho, que ver con “las voluntades interesadas” de los poderosos y opresores de su pueblo. Ellos decidieron cómo y cuándo eliminar al joven galileo que andaba abriendo los ojos y haciendo caminar en libertad a su pueblo, curando y sanando profundamente sus heridas, las físicas y las internas.
Estamos celebrando la Pascua. Es un buen momento para retomar el tema de la libertad y la voluntad de Dios en Jesús. Un tema que necesita de interpretación, teológica y pastoral nueva: más acorde con los Evangelios y con un lenguaje capaz de ser anunciado, entendido y compartido por las generaciones y culturas del siglo XXI. Generaciones enormemente diversas en la concepción de la existencia humana, en su fragilidad y sus capacidades. Un tema que, por otra parte, necesita clarificar la misma Iglesia en su esencialidad sinodal y evangelizadora. Ha pasado el tiempo de la autoridad/clericalismo de unos (pocos) y la sumisión de la práctica totalidad del Pueblo de Dios (laicos y laicas). Ha pasado el tiempo de “obediencias ciegas”, cómplices y amargas, en el bien y en el mal.
Pascua es tiempo de libertad. Demasiada palabrería nos ha conducido a confundir: invitación con obligación, autoridad con clericalismo, acompañamiento en la fe con adoctrinamiento, evangelio con catecismo. Sorprende cuanto nos hemos alejado de la opción de vida gestionada y propuesta por el Nazareno a sus discípulos ¡Cuánto camino andando hacia atrás como cangrejos o cómicos! ¡Cuánta teología y cuanta doctrina apartándose de los orígenes de Nazaret y de Galilea para volver a Jerusalén y al Templo! Es hora de abandonar desfiles y máscaras de tanto “infiltrado” que en nombre del Nazareno se dedican a reprimir y condenar a todo aquel que no se somete a su ignorancia y sus vanidades.
Así rezaba la oración colecta del Domingo de Ramos, la puerta que nos introduce a los católicos en la Celebración del Misterio Pascual (Pasión, Muerte y Resurrección del Señor:
“Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste
que nuestro salvador se hiciese hombre
y muriese en la cruz,
para mostrar al género humano
el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad…”
No se me ocurre peor analogía para expresar la libertad de un hombre en su empeño de vivir el amor fiel como proyecto de toda su existencia y como propuesta para sus seguidores. Proyecto que le llevó a la Cruz no porque la desease, ni él ni Dios, sino por decisión de quienes no soportan tanta libertad en los pobres. “Vida sumisa”, no se me ocurre mayor disparate como petición en boca de quienes miramos al Nazareno como referencia para la humanización y la libertad.
Expresiones como “quisiste que muriese en la cruz”, “ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad”…, No sirven ya. Es más que evidente que en la Iglesia no hemos desplegado suficientemente la distancia que existe entre Jesús y el Antiguo Testamento. Ni el “sacrificio”, ni la sumisión son, en ningún caso, virtudes para adjudicar sin más, y literalmente, al Joven de Nazaret. Ni son tampoco, valores a proponer en el siglo XXI inmerso en multitud de dictaduras y represión de los derechos humanos, incluido el derecho a la liberad y de asociación. Sin libertad no hay espacio para Dios, ni para el hombre. Pero queda mucho camino que recorrer, aún hoy, no son pocos los espacios religiosos donde se pretende la santidad aislando del mundo y privando de libertad a quienes se tiene bajo la autoridad, ni tampoco estamos exentos de verdaderos abusos de poder psicológico y emocional en procesos formativos de seminarios, noviciados y algunos movimientos seglares. Prácticas más o menos sectarias que no ayudan en nada a la credibilidad de la fe en un mundo apartado y crítico con las religiones.
La Eucaristía sigue celebrándose como “sacrificio” en rituales y liturgias excesivas. Lo que fue una reunión, íntima y profundamente existencial para la comunidad de discípulos de Jesús, con signos potentes y liberadores como la “fracción del pan” y “el lavatorio de los pies”, la hemos convertido, especialmente en las celebraciones “solemnes” y en las llamadas “pontificales” (presididas por pontífices), en la expresión más visible del clericalismo y la jerarquización de una iglesia que debería visibilizar su esencialidad sinodal y su misión al servicio de la humanidad, creyente y no creyente. Ambas connotaciones (sacrificio y ritos) son más propias del Templo de Jerusalén que del Cenáculo donde inició su despliegue a partir de los gestos y las palabras pronunciadas por Jesús. En ella, el Maestro, quiso expresar a sus discípulos cómo deseaba quedarse en su “memoria” y alimentar su fe. El “poder de estos gestos” ha dado paso a “signos” de poder”, colocándose de espaldas a uno de los rasgos más característicos de la identidad de su autor: El Hijo del Hombre no vino para a ser servido, ni sacrificado, sino para servir y dar su vida para liberarnos a todos. (Mateo 20, 28)
En Jesús no hay sumisión, ni a la voluntad de Dios, ni a la de los hombres, ni tampoco aceptó la Cruz pasivamente, como un sacrificio impuesto desde fuera. Jesús, considerado como “el maestro que enseñaba con autoridad” (Mateo 7, 29) y “el futuro libertador de Israel” (Lucas 24, 21) quiso manifestar su profunda libertad en el amor fiel al “Padre” y a los “hijos” (sus hermanos), sin distinción alguna y sin temor a nadie. Una libertad que le costó la vida. Una libertad tan suya que aún hoy nos cuesta de entender y de imitar: la libertad de ser y vivir para los demás.
Con sus palabras y gestos quiso visibilizar la libertad (absoluta, subversiva y profética) con la que cada día, se jugaba la vida frente a los dirigentes políticos y religiosos a quienes se enfrentó abiertamente. Consciente de las consecuencias de su atrevimiento les dirá, sin titubear: dadle al César lo que le pertenece (sus tronos, sus ejércitos, su dinero…), y de paso invitadle a que se marche y deje en paz a este pueblo, amado de Dios.
También las palabras que ponen los evangelios en el relato de las tentaciones: “solo ante Dios te arrodillarás y únicamente a Él darás culto”, son paradójicamente palabras de un hombre libre. Su experiencia de Dios es tan profunda que llegó a afirmar palabras bastante más sorprendentes, comprometidas y arriesgadas: “el Padre y yo somos uno…, el que me ha visto a mí ha visto al Padre”. Dicen los evangelios que los judíos al escucharlas “volvieron a tomar piedras para apedrearle”. (Juan 10, 30-38)
Para el joven carpintero de Nazaret, Dios y la fraternidad son inseparables y es precisamente la fraternidad vivida hasta las últimas consecuencias, la que le llevó a descubrir en Dios a su Padre, y no al revés: amando a los hermanos experimentó su profunda y totalmente unión con el Padre.
Ni una sola de sus palabras, ni uno solo de sus gestos, ni un solo acontecimiento de su vida fue fruto de la sumisión, y mucho menos la crucifixión. Sus palabras, y su vida toda, son la expresión máxima de la libertad humana cuando decide amar fielmente, en cada momento, a Dios en los hermanos, al precio que sea. Capaz de pasarse la vida “arrodillándose solo” ante los enfermos, para sanar, ante las prostitutas y demás pecadores para rescatarles de la ley y de la culpa. Libre para poner en pie a cualquier ser humano amenazado de opresión o exclusión. Libre para librar del pecado de la injusticia y de cualquier perturbación.
Pascua es un estupendo momento para mostrar el rostro limpio y feliz de una Iglesia viva en las periferias y en el corazón de millones de cristianos sencillos y honestos (laicos, sacerdotes, religiosas y religiosos, mujeres y hombres) de todos los tiempos.
A los discípulos les costó entender muchas cosas, y a nosotros también. Es difícil de entender la libertad de quienes optaron por “arrodillarse” para adorar solo a Dios, sanando y consolando a los hermanos heridos. Es difícil entender la libertad para dar y servir, sin límites (aunque acompañados siempre de las propias limitaciones). Es difícil entender la libertad para ponerse a la cola, caminar al paso de los más lentos o vivir austeramente para compartir con los pobres y de paso salvar el Planeta. Es difícil entender que solo quien así vive tendrá la credibilidad necesaria para evangelizar y proponer a los demás la opción de vida propuesta por Jesús. (Mateo 20, 27)
No es fácil, nunca lo fue, pero no imposible. Como creyente, como cristiano y como católico, cada día me parece que Friedrich Nietzsche estaba bastante equivocado o, había tenido muy mala suerte en su mirada hacia el universo de la fe, cuando afirmaba que Jesús había sido «el único cristiano de verdad». Personalmente no puedo estar en mayor desacuerdo. Estamos rodeados de gente buena, de personas que son para los demás bendición y paz, simpatía y delicadeza, personas incapaces de hacer daño voluntariamente a nadie. Gentes creyentes (y también no creyentes), hombres y mujeres de a pie, gentes que convierten las limitaciones en oportunidades para hacer este mundo mejor y más habitable de cómo lo encontraron. No son héroes (como tampoco lo fue Jesús, ni María, ni Pedro de Galilea). Gentes que no necesitan ver para creer, ni milagros, ni curaciones sobrenaturales porque se han liberado de la “adicción al viejo vino” de la Alianza Antigua y beben con alegría el “vino nuevo” del Reino.
Jesús decidió pasar sus días entre nosotros, como fiel amante de la vida y de la libertad. Este fue el rasgo más divino y sobrenatural de su persona, que merece la pena ser creído y reseteado, permanentemente en la “memoria” de la comunidad eclesial, por todos y cada uno de sus discípulos y discípulos.
jose maria marin
sacerdote y teólogo
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