Celebrar el Corpus Christi, en el seno de la cultura actual nos lleva de la mano a realizar una profunda reflexión si queremos que el sacramento de la Eucaristía no sea solo un rito vacío e irrelevante, no para la sociedad que ya lo es, sino para la inmensa mayoría de los bautizados.
Mirar la realidad es siempre un primer paso para saber dónde ir y hacia dónde encaminar nuestros pasos. La Fundación SM presentó que en su momento el Informe “Jóvenes españoles entre dos siglos (1984-2017)”, puso sobre la mesa que la religión sigue ocupando uno de los últimos lugares en la escala de valoración de las cosas importantes para los jóvenes (16%). Y que, aunque, un 40% se define como católico, un gran porcentaje de ellos no se identifican con la institución eclesial, ni con las prácticas religiosas –entre ellas la Eucaristía- y mucho menos con la moral católica. ¿Importa esto?, creo que sí, y mucho.
Es necesario que, laicos, curas, teólogos, pastoralistas y especialmente los obispos tomemos muy en serio ¿qué nos está pasando cuando vemos lo que pasa y seguimos como si nada pasase? Si esperamos a que las cosas cambien con reformas litúrgicas venidas de Roma, o de las Conferencias Episcopales el futuro quizá sea incluso peor. Pongo por ejemplo algunas afirmaciones que hizo el cardenal Robert Sarah: “Comulgar en la mano es un ataque diabólico a la Eucaristía”. Desautorizado en público por el Papa Francisco, en más de una ocasión, por sus manifestaciones contra la liturgia del Vaticano II, lo incomprensible es que siga en su cargo.
Con ocasión de la celebración del Corpus Christi aprovechamos para ofrecer algunas reflexiones y líneas de actuación. Aunque, sin duda estarán aún muy lejos de hacerse realidad en las comunidades cristianas que celebran la misa cada domingo. Comulgar con Cristo tiene muy poco que ver con nuestras comuniones diarias, dominicales o las normalizadas Primeras Comuniones.
La conocida sentencia de san Agustin: «Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”, nos plantea el verdadero desafío: convertirnos en lo que comulgamos. Es tan claro que no necesitaría mayor explicación. Es tan evidente que las cosas no son así entre nosotros que necesitamos discernir profundamente, acerca de dónde, cómo y para qué celebramos la Eucaristía.
El dónde porque el templo, el altar, los vasos y ornamentos sagrados son ya un primer obstáculo. Más que a reconocer a Jesús en su gesto de servicio y entrega, nos traslada a los palacios de los poderosos, sus banquetes y su vanidad.
El cómo es importante. Las fórmulas litúrgicas, la preocupación doctrinal y la rutina no son tampoco los mejores compañeros para el que busca encontrarse con Dios porque éste, como afirma el Evangelio, se da a conocer con palabras sencillas a los sencillos, y gusta de ocultarse a los poderosos.
Profundizar en el para qué, quizá sea lo más importante y lo más coherente. Aquí es donde el suspenso de nuestras misas es mayor. Para “cumplir” con los mandamientos de la Iglesia, aunque la mayor de las veces lo hagamos dejando de lado el único Mandamiento de Cristo: “amaos como yo os he amado”. Es evidente que la obligación de la misa y las procesiones multitudinarias exponiendo el pan consagrado en carrozas y custodias de oro y piedras preciosas no parece ser la verdadera finalidad del sacramento del Amor. Ni mucho ni nada tiene que ver con la Memoria del Crucificado por su opción por los pobres y su oposición a la religión de su tiempo.
No cabe duda de que tenemos que discernir y transformar nuestra fe y nuestra relación con la Eucaristía hasta despojarla de lo accesorio para encontrar su verdadero sentido y su fuerza transformadora. Una Eucaristía que no podemos seguir manteniendo alejada de nuestro tiempo, de nuestra cultura y de la inmensa mayoría de los jóvenes. Son ya varias las generaciones para los que el sacramento del Amor es algo profundamente desconocido y ajeno -hayan sido o no iniciados en la fe y en la Iglesia-. Muchos crecieron en el seno de familias cristianas y hoy han abandonado la Iglesia, quizá la fe y la búsqueda de valores más allá de lo material e inmanente, inmersos en un mundo secular, técnico y científico.
El desafío se nos plantea también dentro de casa: ¿Qué hacer con los jóvenes y adultos que buscan sinceramente a Dios y se esfuerzan por mantener viva su espiritualidad, pero ni pueden -ni intentan- encontrarlo en la Iglesia de siempre, en las celebraciones y las palabras de siempre? Hace años el Papa advertía: necesitamos “imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas —especialmente— para los habitantes urbanos” (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 73).
El primer paso es, sin duda, reconocer la evidencia de los hechos y armarse de valor (el que procede del Espíritu de Jesús). Solo así podemos empezar a caminar en buena dirección. Primeros pasos sencillos, espontáneos y que tendrán que ser, necesariamente, atrevidos y concretos hasta configurar un estilo nuevo de ser Iglesia desde la cercanía a los pobres y descartados. Primeros pasos que deberán empezar desde la misma Iniciación Cristiana. Muchos no la tuvieron y otros la han olvidado. Una iniciación que no puede ser volver al adoctrinamiento y la catequesis anterior. Tendrá que ser algo realmente nuevo que ilumine el sentido de la existencia y el camino de sus vidas. Lo más grande que la Iglesia puede ofrecer a la humanidad, antes y ahora, es propiciar el encuentro personal con Jesucristo, pero eso no se produce mecánicamente, ni tampoco dando a todos la misma respuesta y los mismos instrumentos. Necesitamos un nuevo paradigma de acompañamiento, plural, integral y básicamente testimonial. Hay que presentar la fe y la celebración de los sacramentos en el lenguaje y con signos de la cultura moderna y posmoderna en la que viven los destinatarios de la fe en el siglo XXI.
Hoy más que nunca debemos convencernos de que el encuentro con Jesucristo en lo más profundo de cada creyente no se produce sin una relación estrecha con el mundo de los empobrecidos, víctimas de nuestra forma de vida individualista y profundamente egoísta que sustenta las estructuras económicas injustas y criminales que establecen las relaciones entre las personas y los pueblos desde la más profunda injusticia y desigualdad. Un CORPUS CHRISTI celebrado sin escuchar la voz de los pobres, víctimas inocentes de nuestras estructuras de pecado será, probablemente, solo un rito que no significa nada, o peor una gravísima profanación de la voluntad de Dios expresada en la Encarnación de su Hijo, que vino a este mundo, esencialmente para salvarlo.
El creyente de hoy: o se encuentra con el Señor de la historia, en las relaciones de fraternidad o no se encontrará con Él. Relaciones imposibles sin el “pan partido y repartido” –que es el verdadero signo de la Eucaristía-. Y lo mismo con el vino: “¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber? Ellos le respondieron: podemos” (Mateo 20, 22). Y efectivamente así fue todos los discípulos lo bebieron. ¿Lo beberemos nosotros? La respuesta es importante, porque sólo este, y no otro, es el verdadero culto que Dios quiere. Porque solo una Eucaristía, que visibilice al Jesús de la Última Cena, tendrá fuerza para convertirnos en testigos capacitados para evangelizar en el mundo y en la cultura contemporánea.
Debemos, pues, discernir qué tienen que ver nuestras adoraciones, exposiciones y procesiones eucarísticas con Jesús de Nazaret –el Cristo- y si estamos o no verdaderamente dispuestos, a hacer “Memoria suya”, dejándonos comer y asimilar hasta desaparecer, en beneficio de los demás. El mismo Juan Pablo II advertía de ello hace años: “No podemos engañarnos: por el amor recíproco y, en especial, por el desvelo por el necesitado seremos reconocidos como discípulos auténticos de Cristo (Cf Jn 13.35; Mt 25,31-46). Este es el criterio básico merced al cual se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas (Carta apostólica Mane nobiscum domine, 28).
No es suficiente con vincular la celebración de la última Cena del Señor, con el Día del Amor Fraterno (el Jueves Santo) ni tampoco la fiesta del Corpus Christi, con el Día de la Caridad. Vinculación que llegó de la mano de la Acción Católica y las Cáritas Diocesanas, o lo que es lo mismo de los laicos que son el pueblo de Dios solidario y compasivo. Este es solo un gesto, un primer paso, pero hay que seguir avanzando. No pueden convivir en la misma casa gestos tan contradictorios: la caridad y la compasión de quienes comparten día a día la vida y las reivindicaciones de los pobres, inmigrantes, jóvenes y mayores parados, familias sin techo y sin pan, cristianos perseguidos por la justicia y torturados por la fe… Y prácticas religiosas que, al margen de la suerte de los “primeros en el Reino”, celebran el Día del Corpus con carrozas y custodias de oro y plata, símbolos de riqueza, poder y gloria.
La fiesta del Corpus Christi nos ofrece cada año un nuevo desafío. El signo del amor de Dios, el cuerpo que alimenta nuestra fe, no tendrá la eficacia sacramental que le suponemos, sino conducen al compromiso personal por la justicia, trabajando al mismo tiempo por la conversión personal, social y estructural.
josé maría marín
sacertote y teológo
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